Lanchas en la bahía by Manuel Rojas

Lanchas en la bahía by Manuel Rojas

autor:Manuel Rojas [Rojas, Manuel]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 1932-01-01T00:00:00+00:00


4

El sábado Rucio del Norte me hizo una proposición. Al principio no comprendí. Nadie me la había hecho hasta entonces.

—¿Dónde quieres ir?

Y el lanchero, dándome un golpe en las costillas y sonriéndome de lado, dijo:

—Donde haya niñas, pues, señor… ¿Que no te gustan las niñas?

—Pero ¿qué niñas?

—Niñas, pues, ñato, niñas… Para divertirse un rato.

—Bueno, vamos —acepté. La idea de divertirme no me asustaba, aunque no sabía bien en qué consistiría aquella diversión. Nos encontramos en el muelle al anochecer. Habíamos terminado a media tarde la descarga del carbón y luego de bajar a tierra y cobrar la semana de trabajo, nos separamos. Y al verme aparecer de nuevo en el muelle, Rucio me dijo:

—Buena cosa, Eugenio, que estamos buenos mozos…

Él también aparecía limpio, afeitado, pulcro; un traje marrón, con muchas arrugas, cubríalo a duras penas, como un retobo pequeño a un bulto demasiado grande; le quedaba corto y estrecho y los botones y las costuras amenazaban estallar cuando se movía o accionaba. Calzaba zapatones de color; la camisa, de franela color gris, con cuello pegado y cordoncillos que colgaban a manera de corbata, se veía abierta en el cuello, mostrando la piel del pecho, roja y áspera.

—No me duran nada. En cuanto me agacho o bostezo, saltan.

—Póntelos.

—Para que se vuelvan a saltar… No vale la pena. ¿Vamos a comer?

No comimos en el figón de costumbre:

—Si vamos tan elegantes, son capaces de robarnos el sombrero.

Tenía un sombrero claro, con cinta negra, que le quedaba sobre la cabeza como un hongo sobre una roca; no lo lucía sino los días de fiesta y los sábados en la tarde y lo llevaba casi siempre en las manos, poniéndoselo cuando necesitaba accionar y quitándoselo al terminar el discurso.

Comimos reposadamente, conversando sobre el trabajo, sobre los vapores, sobre la bahía. Rucio del Norte se bebió una botella de vino. Aquella noche no comía como siempre, sino que despacio, correctamente, como un caballero, tal vez temiendo ensuciar su traje marrón o su sombrero claro, que había puesto cuidadosamente sobre una silla y junto a él. Después de comida echamos a andar por las calles del puerto, esas estrechas calles que nacen y mueren casi en el mismo sitio, detenidas por los cerros y por el mar; se veían transitadas por gente vacilante, que tan pronto era absorbida por las cantinas como expulsadas de ellas, abriéndose las puertas de súbito, como a puntapiés, y dejando salir, junto con ellos, un vaho caliente y pastoso; notas de piano que parecían sonar bajo el agua, y gritos, risotadas e imprecaciones, que zumbaban y rebotaban en las paredes de los edificios.

Caminábamos desganadamente, como sin rumbo; nos detuvimos en una de las bocacalles de la Plaza Echaurren, que con su iluminación pobre y sus árboles de oscuro follaje parecía un pozo de sombra dividido por la amarillenta faja de luz de la calle. Algunos hombres y dos o tres mujeres vagaban entre los árboles. El paisaje me sobresaltó un poco. Miré a mi compañero y lo vi tranquilo, como indiferente, muy distinto a mí, que empezaba a sentirme desasosegado.



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